Antes quería que me importara menos lo que tanto me importaba. Ahora quisiera que me importe más lo que ya no me importa. Es como si se me hubieran caído todos los manuales de la vida en medio de un vendaval, se hubiesen desparramado sus hojas y, al juntarlas, se hubieran mezclado lo importante y lo superfluo. ¿Cómo vamos a ordenarlas? Sería tarea imposible e infructuosa y, además, carente de sentido. ¡A la mierda los manuales! Ya no hay manuales y ahora la vida ha de volverse intuitiva, como los nuevos teléfonos móviles. La verdad es que a veces tengo dudas de si no me importa lo que debería, de no darme cuenta si es que no me está importando lo importante. A lo mejor lo importante es no darme cuenta o dudar. Y, sinceramente, me importa un pito. Me importa lo que me importa ahora, lo que me llena, lo que me inspira, lo que me coloca de mi parte. ¡Qué miserable manía la de pensar por los demás! Romperse por los demás, encajar en sus pequeñas aspiraciones. No me malinterpretes, aunque tampoco me importa, no saldré a repartir maldades y egoísmos a diestra y siniestra, ya hay cupo para eso, simplemente estaré del lado del que le importe importarse, del que le importe un pepino la versión deluxe de la vecina del cuarto, del que se arriesgue a vivirse. Es que, para encajar en la Cajita Feliz de un payaso diabólico que cuenta monedas a costa de mis alas rotas y sangrantes, rebozadas y con salsa barbecue, paso. No puede importarme menos todo aquello que va contra natura, lo que exige de mi incoherencia para sostenerse, lo que no nutre el alma, lo que tuerce las sonrisas y detiene la música. Me importan tres carajos las falsas seguridades hechas para entrar en cajas de madera de abedul. Seguramente todavía me venga importando algo que ya no debería importarme. Todo a su tiempo. Lo importante es que me importe lo importante que no es mucho y sencillito: lo que me hace sentir viva.
Gabriela Collado