Todos los días muere alguien, es muy cierto, como también lo es que cada día, todos morimos un poco. Pero no es lo mismo cuando nos toca vivir de cerca la muerte de alguien a quién hemos conocido, a quien hemos visto, aunque sólo sea una vez.
Antes de anoche murió alguien con quien compartí apenas unos días en un retiro budista hace algunos años. Pedro tenía dos años menos que yo y se lo llevó de la mano una caída fatal. Recordé aquellos días en Trets, cuando repetimos juntos Nam Mioho Rengue Kio frente a un gohonzon, y me sentí triste.
Hace pocos días, también lloraba por la partida de alguien a quien había querido mucho.
Por regla general la muerte no es algo que me afecte especialmente; quiero decir que mi relación con ella ha sido siempre bastante natural; para mí la muerte siempre ha sido una parte de la vida y sé que ese ser no desaparece si no que se transforma y emprende un viaje con un nuevo rumbo. Así fue cuando presentí la muerte de mis abuelos, cuando despedí a mis padres.
Hoy me levanté pensando por qué la noticia de éstas dos muertes me ha movido algo más de lo habitual, por qué las muertes más cercanas nos afectan más que otras. No hablo de la persona que amas o aquella con la que vives, me refiero a cuando lloramos la muerte de alguien no tan cercano a nuestra vida, a nuestro día a día.
Lo que me respondí fue: la identificación. Nos identificamos con aquello que miramos y aquello en lo que nos miramos por eso nos afecta más la muerte de aquellos con quienes compartimos o hemos compartido parte de nuestra identidad. Podría, incluso, tratarse de alguien a quien no hemos visto jamás en persona pero que nos ha despertado mil y una emociones, como un cantante, un actor o nuestro ídolo del deporte. Aquellos seres con los que compartimos emociones, creencias, lugar, edad; todo lo que hace que nos digamos en ese momento "podría haber sido yo", porque si nos hemos visto reflejados con una parte de su vida, o un aspecto de ésta, también podemos ver una parte nuestra en su muerte.
Empecé diciendo que todos los días morimos un poco, porque cada día nos transformamos, porque el río que vemos no es el mismo río nunca aunque lo parezca y porque, cada ser que parte de este plano y con el que hemos compartido un trozo de nuestra conciencia, también se lleva parte de ese trozo aunque también nos deja algo de sí que nos transforma.
No soy la misma que antes de ayer ni seré la misma que mañana; la muerte de estas personas me recuerda que debo vivir esta vida ahora sin perder más tiempo teniendo miedo.
Creo que todos pactamos cuándo y cómo llegar a este mundo y también cuándo y cómo irnos de él, que son pasos naturales e ineludibles de la vida. Creo que si hemos elegido estar aquí y ahora es para experimentar la conciencia en todas su formas. Creo que cada par de ojos en los que me he mirado reflejan una parte de mí y que, cuando esos ojos se cierran, se va con ellos; tal vez por eso duela un poco más. Creo que el mejor honor que podemos hacerle a la muerte de otro ser es llenarnos de vida.
Sé que cuando lloro la partida de alguien no lloro por su muerte, porque es luz que vuelve a la luz, amor que regresa al origen.
Por todos aquellos trozos de nuestra vida que debemos dejar partir, aquello a lo que debemos dejar morir para poner nueva vida en su lugar. Por los seres que nos han transformado en lo que somos y que ahora se han transformado en luz. Aquellos que solo se han adelantado a nuestro viaje y que nos esperan al otro lado para seguir jugando a un juego nuevo, para seguir creciendo, para seguir amando.
¡Carpe diem amigos!
Maga
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